La moral y la ética en la literatura
Episodio 0007 del podcast La sociedad Sentada
Sería arduo determinar cómo penetró la idea en mi cerebro;
pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. Propósito no había ninguno.
Pasión, ninguna. Tenía cariño al viejo. Nunca me había hecho daño. Jamás me
había insultado. Su riqueza no me interesaba. Creo que fue su ojo lo que me
perturbó. ¡Sí, eso fue! Tenía el ojo de un buitre, un ojo azul pálido,
recubierto de una telilla transparente. Cada vez que posaba en mí su mirada, se
me helaba la sangre; y así fue como poco a poco, de modo muy gradual, decidí quitar
la vida al anciano y librarme del ojo para siempre.
Vayamos a lo central del asunto. Se me tacha de loco. Pero los locos no saben nada. A mí, por el contrario, deberíais haberme visto. Deberíais haber visto la sabiduría con la que procedí, la cautela, la previsión... ¡y el disimulo con el que acudía a trabajar!
El corazón delator, de Edgar Allan Poe
Continuamos hablando sobre el comportamiento de las personas
en función de sus valores éticos y morales, y sobre la responsabilidad que
recae sobre sus acciones. A través de ficciones literarias nos trasladamos a
escenarios más duros en los que los personajes acaban cometiendo los mayores
delitos que cabe imaginar. Es lo que sucede en el relato con el que hemos
abierto el episodio de hoy. Un relato breve que lleva por título El corazón
delator, y que está escrito por el gran Edgar Allan Poe, autor también de El
gato negro, otro cuento clásico tan desconcertante como el que acabo de citar,
y de muchos otros relatos que tienen en común adentrarse en los corazones y en
las mentes de personas que mantienen dilemas internos a causa de su acciones y
comportamientos.
No obstante, abandonamos por unos minutos la ficción literaria, que nos
permite exagerar en cuanto a los dilemas éticos de los personajes, para
situarnos en las mentes de quienes se dedican a propagar bulos, mentiras para
hacer daño a los contrarios, sin importarles que finalmente será la sociedad, y
todos los que la componemos, la que reciba el daño mayor.
Por eso hay una parte de la sociedad que trata de contener
esa avalancha de ruido y fango. Para la mayoría de las instituciones, empresas y
personas que pelean contra la desinformación, la estructura abierta y la
permisividad de las redes sociales han complicado mucho el panorama de la
información. La libertad de expresión es un gran avance que no puede ser
revocado, pero al mismo tiempo es un gran reto para quienes pretenden que la
información sea veraz y responsable. Y para ello aprietan a los propietarios de
las redes para que establezcan los controles necesarios para detectar posibles
delitos o faltas cometidas por quienes aportan información falsa con el ánimo
de engañar y obtener beneficios a cambio. Ardua tarea, pues en estos casos no
se trata de actividades delictivas basadas en la obtención de rendimientos
dinerarios o económicos, sino en la de propagar bulos, datos falsos y mentiras
que dañan la imagen pública del adversario. Estamos hablando de posibles casos
de maledicencia, calumnia o difamación. Y eso no es ético, eso no debe hacerse.
Desinformar a propósito para ensuciar al contrario no beneficia a la sociedad,
porque ensucia a todos. La fidelidad no puede suplantar a la honestidad. No hay
ética ni moral que sustente eso, aunque haya personas que retuercen las palabras
y sus significados para lograr un fin que justifique los medios.
Pero para muchos políticos lo importante es acusar al otro.
No importa de qué. Tienen detrás una legión que lo va a repetir sin
cuestionarse la verdad, a pesar de que se haya visto en directo a través de la
televisión o se haya mantenido en un hilo candente en las redes sociales, y por
lo tanto todo el mundo ha podido ver y oír lo que dice o escribe cada persona.
Parece que no importa
nada. Los que les tienen que creer les creen, sin necesidad de conocer los
datos reales. Los que siguen la cuerda no necesitan saber. A la masa le basta
con aplaudir y jalear, y a la minoría dirigente con disimular, como si nadie
hubiera contestado sus argumentos ni demostrado nada en contra de sus
afirmaciones o acusaciones.
Maquiavelo escribió sobre esto hace varios siglos. El texto
de El Príncipe se refería a los gobernantes de entonces. Creíamos que ese
periodo de la historia, sobre todo en lo político, estaba más que superado por
las democracias, pero curiosamente no lo está. Sigue habiendo muchos príncipes
y demasiados personajes maquiavélicos.
Estamos viviendo una época muy sombría, de pocas luces, que
recuerda tiempos de siglos pasados. Parece que hemos vuelto atrás. Se valora
más la apariencia que el conocimiento. Damos credibilidad a lo que deseamos y
se la quitamos a lo que vemos. El exceso de información ha rebajado la importancia
del conocimiento. El oscurantismo, la radicalidad, la negación y la
polarización están por encima de todo. Y yo me pregunto, ¿a quién beneficia
todo esto?
Volvemos a la literatura. En esta ocasión, para aportar diferentes visiones sobre la responsabilidad social, la ética, la moralidad, la honestidad, la lealtad y la fidelidad, he elegido un pequeño grupo de novelas y relatos que de una u otra manera plantean el dilema.
La literatura ofrece una gran muestra
de ejemplos donde analizar estas situaciones. Elijo los autores y textos por mi
propio gusto, pero hay muchísimas novelas y cuentos en los cuales el dilema
moral es un punto de confluencia. Hay muchos más. Espero que mis elegidos
sirvan como ejemplo y también que se animen a leerlos si no lo han hecho ya.
El hombre solo
Bernardo Atxaga
Un terrorista, fugado de la justicia, vive día y noche oculto en un lugar apartado donde apenas se acerca nadie. Su día a día está lleno de miedos y temores. Cualquier sonido le hace estremecerse. Sabe que lo buscan. Sin embargo, tiene momentos muy cortos, de cierta paz, cuando se sumerge en la profundidad de una charca próxima al lugar donde se esconde. Ahí, en esa situación, Carlos, el principal y casi único personaje de la novela, deja de escuchar hasta su propia voz, porque el ruido del agua que se cuela por la grieta del fondo apaga los demás sonidos.
Sólo así logra apagar la voz que
martillea su cabeza sin cesar, recordándole los terribles sucesos y alejándolos
del olvido.
La novela está dotada de un perfecto
ritmo, que crece en intensidad al mismo tiempo que el desarrollo de los
acontecimientos, y también de un admirable estilo, salpicado de pausas que nos
invitan, continuamente, al respiro y a la reflexión.
“El hombre solo”, es un relato que mantiene en
todo momento un alto interés. La
historia se desenvuelve en el contexto del verano del 82 en la Barcelona
mundialista. Boniek, Sócrates, Maradona y demás futbolistas sirven como telón
de fondo para el análisis de cuestiones políticas y sociales muy próximas a
todos nosotros, y que son examinadas con la agilidad y la frescura propias del
autor.
La tensión narrativa del texto de
Atxaga nos arrastra hasta implicarnos en los vaivenes mentales de esas personas
para las que el peligro es algo cotidiano y que por lo mismo añoran una vida
normal. Y es ahí, en el interior del cerebro de Carlos. donde el autor realiza el
ahondamiento de mayor calado.
En esa cabeza se dan cita, se mezclan
y se confunden múltiples personajes. El meticuloso ex-comandante de zona, que
sigue siendo fiel a las enseñanzas de su maestro, el activista educado en la
convicción de su ideario, el héroe, la rata, el asesino, el villano. Creencias,
temores, deseos, proyectos, sueños, miedo. Me quedo con la desesperanza.
Carlos es un hombre agarrado al
presente porque es lo único que tiene; porque quiere olvidar su pasado, y porque
carece de futuro, y, como el héroe de la tragedia griega, avanza guiado tan
sólo por los augurios cargando sobre sus espaldas, solo, tremendamente solo, el
terrible peso de la responsabilidad.
Y, sin embargo, el presente no le
pertenece, porque el torrente de los acontecimientos le arrastra sin que pueda
hacer nada por evitarlo. Es el destino. Y es la utopía en forma de vieja
luchadora. Y los textos de Rosa Luxemburgo, que mitigan la traición y que
presagian la tragedia final: "Némesis, lo mismo entre nosotros que en
cualquier otro lugar, no hiere al más culpable, ni siquiera al más peligroso, hiere
al más débil".
Una historia de espera, de impaciencia, de angustia. El lento pasar de los días, las horas, los minutos.
Por supuesto, es un libro que recomiendo leer. Ya lo he
resumido en el episodio anterior, así que ahora solo quiero añadir algunos
comentarios propios.
Se trata de una novela inquietante que nos hace reflexionar
sobre la humanidad, sobre nuestras actitudes y nuestros actos, sobre nuestros
valores éticos y morales. Una novela de mucho calado, muy propia del autor, el
Saramago observador y crítico, el Saramago que profundiza en nuestras
conciencias para que no caigamos en la autocomplacencia, el Saramago de “El año
de la muerte de Ricardo Reis” el de “El evangelio según Jesucristo”, o el de
“La caverna”, por citar solo algunas de sus obras más contundentes.
“Ensayo sobre la ceguera” se sitúa, como ya he comentado al comienzo, en una ciudad donde de repente aparece una epidemia que deja ciegas a las personas. Ciegos de ahora y de antes son encerrados y sometidos a una dolorosa cuarentena, donde sobrevivir se convierte en la única preocupación. El abandono por parte del estado, los abusos de los más fuertes y la desidia y crueldad de los guardias ponen en evidencia a la ética y a las normas morales, que acaban siendo sustituidas por el instinto animal más primario.
Por último, voy a citar cinco
novelas, todas ellas protagonizadas por un personaje muy reconocible en el
ámbito de la literatura. Se trata de Tom Ripley, personaje creado por la escritora
norteamericana Patricia Highsmith.
“El talento de Mr. Ripley”, publicada en 1955, es la primera novela de la serie.
Tom Ripley es un joven
norteamericano que malvive trampeando hasta que un día se le presenta una
oportunidad para cambiar su vida y la aprovecha.
A partir de ahí, se convierte en
un hombre con encanto, a pesar de que le sobreviene con frecuencia la duda y le
posee una cierta ambigüedad. Y se hace un hombre refinado, elegante, ingenioso
y soñador, aunque le gobierna un interior caótico que se deja arrastrar por el
lujo, el dinero y la diversión.
En cambio, mantiene la moral, y el
sentido de la empatía y de la ética de cuando trampeaba en su país natal. Así
que, por encima de sus virtudes, son sus vicios quienes le arrastran.
Así que un día necesita matar,
y mata, solo para mantenerse en el falso estatus que ha alcanzado gracias a
fingir y a haber suplantado la personalidad de la víctima.
Y de ese modo el héroe se
convierte también en asesino, aunque a los ojos del lector mantiene la
apariencia de una persona débil. Lo justo para que lo veamos como un ser
desamparado y, aunque sea por pena, mostremos alguna comprensión y acabemos por
culpar a la víctima.
Pero a la vez, la autora también nos presenta a Tom como un hombre sin principios, que aparenta justo todo lo contrario para obtener beneficios, y nos mete de lleno en el dilema moral. El mismo dilema que se dirime en la mente del personaje. Allí donde podríamos averiguar si el personaje es consciente de que actúa de un modo maligno y falto de toda ética y moralidad; o es un mentiroso patológico, cegado por el complejo de inferioridad que padece y motivado por la envidia, que es la que provoca la ira que gobierna sus impulsos.
Esa fue la primera aparición de Ripley. Después fueron apareciendo las cuatro novelas restantes:
La máscara de Ripley / Ripley bajo tierra (1970)
El juego de Ripley / El amigo americano (1974)
Tras los pasos de Ripley / El muchacho que siguió a
Ripley (1980)
Ripley en peligro (1991)